Este año, la Ascensión de Jesús, el Día de la Madre y Pentecostés son domingos consecutivos. Al reflexionar sobre el papel que las madres, las abuelas, las tías y las madrinas han tenido en mi vida, me acuerdo de algo que dijo el Papa Francisco a principios de este año en el Día Mundial de la Paz:“También el mundo necesita mirar a las madres y a las mujeres para encontrar la paz, para escapar de las espirales de violencia y odio, y volver a tener miradas humanas y corazones que ven.”
Esta semana, quiero levantar la memoria de una mujer diaconal, madre y abuela que falleció el Jueves Santo y que fue como una madre del alma para mí y para muchos por su capacidad extraordinaria de ver con ojos auténticamente humanos, incluso frente a la violencia.
La última vez que vi a Rosa Campos fue el Miércoles de Ceniza, cuando la visité en casa de su hija, al este de Los Ángeles, y les di a ambas la ceniza. A la edad de 73 años, Rosa estaba luchando contra una enfermedad, y yo quería expresar mi profunda gratitud por el testimonio de su vida valiente. Le regalé un ejemplar del libro Catholic Women Preach, Cycle B, porque en ese volumen hay una reflexión que yo había escrito sobre el momento en que ella había provocado una conversión en mi propia capacidad de ver y sentir la forma del corazón de Dios.
Corría el año 2007 y yo me había mudado al barrio de Boyle Heights, en el este de Los Ángeles. Durante años había tenido la costumbre de ver las noticias de las 11 de la noche, a pesar de que eso significaba que las últimas imágenes de mi día eran con demasiada frecuencia historias de asesinatos, familiares desolados que habían perdido a sus seres queridos y esfuerzos de la policía por arrestar al perpetrador. Los miembros de las pandillas eran retratados como monstruos, menos que humanos. Fue una aterradora historia continua de violencia urbana que me tocó de cerca, cuando tres semanas después de mudarme a mi nuevo apartamento, un adolescente fue matado a tiros por una pandilla rival en un parque a un par de cuadras de distancia.
La parroquia de la Misión Dolores respondió organizando una misa al aire libre para la comunidad en el lugar donde Jonathan había sido asesinado: para ser una fuerza para el bien, para reclamar de nuevo este lugar como tierra sagrada y para acompañar a sus amigos y familiares en duelo. Recuerdo a algunas de las mujeres mayores de nuestra comunidad que bendecían las palmas de las manos de sus amigos durante el signo de la paz, ofreciéndoles consuelo.
Una semana después, la iglesia organizó otra misa al aire libre a unas cuadras de distancia, al otro lado del territorio de las pandillas rivales. Yo también fui a esta liturgia, pero empecé a tener dudas serias sobre estar allí al ver la cara de un joven enfadado que nos miraba con furia al sacerdote y a todos nosotros desde uno de los apartamentos cercanos. Me pregunté si de repente podría surgir la violencia.
"¡¿Por qué estamos aquí?!" pregunté con incredulidad mientras me inclinaba hacia Rosa. Serenamente me contestó en español: "Porque todos son nuestros hijos, los que son matados y los que matan".
Es difícil describir la paz, la convicción y el valor tranquilo que Rosa transmitió en esas pocas palabras. Ella tomó mi corazón lleno de miedo y me guió para ver una verdad más grande - los jóvenes de la comunidad eran todos nuestros hijos e hijas. Donde yo veía una amenaza, ella veía a un joven dolido que merecía la presencia de sus vecinos rezando y cantando por él y por todas las familias e intentando inyectar esperanza donde había una ausencia letal de ella. Era como si dijera: juntos descubriremos cómo transformar la ira en paz si permanecemos firmemente enraizados en esta verdad de que nos pertenecemos unos a otros, todos formamos parte de la misma familia humana.
Yo quería la capacidad de Rosa para ver la forma del corazón de Dios. Quería ver a ese joven enojado con los ojos del parentesco, sin separación entre nosotros. Mientras yo estaba allí de pie con las rodillas temblorosas, Rosa me prestó su valor para estar presente en los márgenes junto con todas las mujeres y hombres que se reunieron aquella tarde en oración.
Descrita como un ícono de Boyle Heights (en inglés), éste fue el testimonio constante que Rosa compartió durante décadas con los feligreses de la Misión Dolores, sus vecinos y miles de visitantes. Nacida en San Luis Potosí, México, Rosa emigró a Los Ángeles cuando era adolescente, y ella y su marido criaron a seis hijos e hijas en los proyectos de vivienda pública de Boyle Heights, donde vivió durante más de cinco décadas. Fue uno de los miembros fundadores del Proyecto Pastoral en la Misión Dolores, una organización sin ánimo de lucro centrada en la capacitación de la comunidad, la seguridad, el compromiso cívico y el desarrollo del liderazgo. Como respuesta a la violencia de las pandillas, ella y otras señoras y madres diaconales valientes de la Misión Dolores ayudaron al jesuita P. Greg Boyle SJ a iniciar los esfuerzos ministeriales que se convertirían en Homeboy Industries, actualmente el mayor programa de intervención y rehabilitación de pandilleros del mundo. Recientemente, el P. Greg recibió la Medalla Presidencial de la Libertad, el mayor honor civil de los Estados Unidos.
Tras el fallecimiento de Rosa, el P. Greg la describió como una mística por su capacidad singular de ver el rostro de Cristo en los sin techo, en los miembros de las pandillas, en todos. "Ella proclamó el Evangelio y sus valores con su vida", dijo el P. Greg en su Misa de Resurrección el 6 de abril. "Ella tenía confianza en el amor, en el poder del amor".
La mayoría de las tardes, a la salida de la escuela, se podía ver a Rosa afuera con su camiseta verde de Camino Seguro prestando sus ojos vigilantes para asegurarse de que los niños y niñas de la escuela pudieran caminar seguros de vuelta a casa.
Durante mis años en la parroquia, ella y yo colaboramos en la organización de muchas clases y talleres para apoyar a los padres y madres inmigrantes en la labor vital de la crianza de los hijos e hijas. "Cero violencia", decía Rosa, formando el número cero con los dedos. Ella creía que era posible criar a los hijos sin castigos físicos y quería equipar a los padres y madres con las herramientas de poder escuchar activamente a sus hijos e hijas. La Misión Dolores y Homeboys se convirtieron en lugares de peregrinación para estudiantes de secundaria y universitarios que buscaban experiencias de inmersión sobre cómo poner su fe en acción. A lo largo de los años, Rosa guió a miles de estudiantes visitantes en recorridos a pie por el barrio, y les ayudó a poner nombre a las mociones de sus propios corazones para poner su fe en acción.
Tras su fallecimiento, me enteré de que pidió a su nieta María que le leyera todo el libro Catholic Women Preach en sus últimas semanas de vida. Me conmueve imaginar a Rosa consolada con la Palabra de Dios abierta por las historias de fe de otras mujeres en la voz de su nieta.
Mientras nos preparamos para la celebración de Pentecostés el domingo, espero que el testimonio de Rosa Campos conecte con nuestros propios anhelos del tipo de impacto que como católicos podemos tener en el mundo cuando creemos que el Espíritu Santo nos acompaña a lugares de lucha, e incluso de violencia. El viento del Espíritu nos ayuda a trascender nuestros miedos para que podamos ver con ojos y corazones auténticamente humanos y actuar con confianza en el poder del amor. ¡Santa Febe ruega por nosotros!
Ellie Hidalgo
Ellie Hidalgo es co-directora de Discerning Deacons.